Carmen Hanza, dueña de las cafeterías Charlotte

En casa no había dinero y ansiaba estudiar repostería. Estando en tercero de secundaria Carmen Hanza se las ingenió para pagarse clases particulares. Trabajó ni bien salió del colegio. Fue secretaria y tuvo cinco hijos. Como no sabe estar quieta, preparó postres y los vendió. Hoy tiene una cadena de cafeterías: Charlotte.

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“Me pueden dar con palo, pero resucito”, afirma.
“Me pueden dar con palo, pero resucito”, afirma.

Por Antonio Orjeda

Fotos: Lucero del Castillo

 En casa no había dinero y ansiaba estudiar repostería. Estando en tercero de secundaria Carmen Hanza se las ingenió para pagarse clases particulares. Trabajó ni bien salió del colegio. Fue secretaria y tuvo cinco hijos. Como no sabe estar quieta, preparó postres y los vendió. Hoy tiene una cadena de cafeterías: Charlotte.

–El 83, cuando empezó Charlotte, usted se dedicaba a sus hijos...

–Me dedicaba a mis hijos, pero siempre he hecho algo. Cuando salgo del Estudio Aramburú (donde fue secretaria 12 años), los dos chiquitos se iban al nido y yo me quedaba con Álvaro, que tenía un año. Tenía toda la mañana libre. ¿Qué hago? Voy a ofrecer postres a un restaurante. Fui al Ebony y a El Unicornio. Era el 74. En esa época no había postres en Lima.

–¿Cómo entender su necesidad de hacer algo?

–Yo no quería pasar lo que había pasado mi mamá. No quería sufrir a causa de las necesidades. Entonces dije: “Si yo no aporto como pareja, estoy fregada”. Fui, ofrecí hacerles pie de limón, crema volteada y suspiro limeño. Terminé haciendo ¡treinta postres en mi casa! ¡Todos los días! Y estando embarazada de mis mellizas, seguí. 

–¿Su esposo no le decía que pare la mano?

–Jamás. A mí nadie me puede decir que no porque no. Incluso cuando quebramos Charlotte.

–¿Cuándo ocurrió eso?

–Yo entré a estudiar en la Universidad del Pacífico un curso para mujeres empresarias. Al terminar, nos llamaron de Panamericana Televisión para que le hagamos productos para el programa Nubeluz. Les desarrollamos dos. Quebramos. 

–¿A consecuencia de eso?

–Sí. Financié con el banco una inversión para producir esos productos, compramos maquinaria, empaques, displays… ¡una serie de cosas!

–¿De cuánto fue la inversión?

–Doscientos mil dólares. No me vas a creer: duré cinco meses. Comenzamos en agosto y en diciembre llegó El Niño. El calor era tan infernal que nadie vendía nada. Después de dos meses en los que estábamos que vendíamos, vendíamos y vendíamos, me llaman de la distribuidora: “Señora, le estamos devolviendo mercadería”. No me vas a creer: llegaron ¡tres camiones llenos de mercadería! Y yo seguía produciendo. Fui al banco a contarles mi tragedia. Me dijeron: “Tienes que quebrar”. “¡Qué! ¡Sobre mi cadáver!”. A mí me pueden dar con palo en el suelo, pero yo resucito. ¿Qué hacemos? ¡A rompernos los lomos trabajando! Empezamos a reducirnos, a vender masivamente todos nuestros productos. Formamos un equipo de ventas y salimos a vender Charlotte. Regresamos a lo que habíamos hecho siempre y que habíamos dejado de lado por darle impulso a esto otro que era a nivel nacional.

–Su esposo trabajaba en un banco, ¿qué le decía?

–Quería morirse… Fuimos al banco (no al que pertenecía su marido), me refinanciaron la deuda tres veces, para eso hipotequé mi casa. Llegada la tercera cuota, no le podía pagar al banco. Casi me ejecutan la casa. No sabes, tuve que ir al banco.

–¿A rogar?

–¡A rogar! Me refinanciaron por segunda, ¡por tercera vez! Ellos veían cómo luchaba. Y de repente, no me vas a creer: estábamos a fines del 96, pensando qué hacer…

–¿Cuando el MRTA toma la residencia del embajador de Japón?

–De repente, una llamada. Era de las Naciones Unidas. Me dijeron que tenían a cinco de sus ejecutivos entre los rehenes. “¿En qué los puedo ayudar?”. Me pidió alimentación para ellos. Pensé: “Para esos cinco”. Era ¡para todos los rehenes!

–Al principio fueron cerca de 700...

–Le dije que llame a las empresas que hacen comida para los aviones, que nosotros solo hacíamos bocaditos, sangüchitos y postres. Me dijo: “Sabemos que usted lo puede hacer”. “¿Cuántos son?”. “Seiscientos ochenta y cuatro”. “¡Imposible!”. “Tiene 15 minutos para pensarlo”. ¡Yo le iba a decir que no! Pero me habían dicho: “No importa lo que nos cobre”. Saqué lápiz y papel… 

–Era su gran oportunidad para poder pagar las cuotas al banco.

–Me pregunté: “¿Será tan difícil?”. Cuando me llamaron, dije que sí.

–La sensación al dar esa repuesta debió ser…

–¡Horrible! Una responsabilidad… Pero era lo único que nos podía salvar. Además, entró nuestra parte humanitaria, porque ya habían llamado a las empresas que lo podían hacer y les habían dicho que no. ¿Cómo íbamos a dejar a esa gente sin comer? Si no tomaba el reto, hubiera sido una cobarde. Pero nos sirvió, no solo por la parte económica, sino porque me dio la pauta para poder –hoy en día– atender las cinco mil raciones diarias que atendemos, la logística para hacer las compras… ¡Ah! Lo mejor de todo: cuando le dije: “Ya, ¿a qué hora vienen mañana por los almuerzos?”. “Mañana, no. Hoy en la noche”. “¡Pero si son las tres y media!”. “A las siete tiene que estar la comida lista”. Ahí sí se me aflojó el estómago.

–Hoy, cuando lo rememora…

–Uy, siento orgullo. ¡Satisfacción! Primero, por haber aceptado tremendo reto. Segundo, porque fue la única posibilidad para salir de mis deudas.

–El destino le mandó este reto, lo aceptó y terminó completamente “escueleada” para iniciar una nueva etapa...

–No solo eso, cuando los rehenes salieron, no sabes los regalos que nos hicieron… Es que fueron cinco meses durante los cuales los alimentamos con cariño; y ellos han tenido que sentirlo porque era de verdad.

–A partir de entonces Charlotte se convirtió en el concesionario de la alimentación de una serie de importantes empresas. Hoy, además, es una cadena de cafeterías...

–Sí, eso nos dio la pauta. 

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